martes, 24 de junio de 2014

El búho y el Minotauro: luz y calor de la misma llama

Hace unas semanas quedé fascinado por una exposición en la que se mostraban unas obras de Picasso en la que se reflejaba su alter-ego más salvaje: el Minotauro. Lo que me hace pensar en el lado instintivo de todo ser humano, especialmente de aquellos que mejor saben expresar su potencial, la manifestación del genio.

Está mal visto, socialmente hablando, mostrar nuestra faceta más instintiva, darle rienda suelta a nuestras pulsiones más irracionales,... nuestro lado salvaje. Esto se debe a que tenemos que anteponer, como seres interdependientes que somos (nos necesitamos los unos a los otros), la convivencia y colaboración con nuestros semejantes ya sea en el mundo laboral, social y familiar. Nuestra supervivencia depende de ello. Vivimos en un mundo cultural que nos exige limitar nuestros deseos y nos crea el famoso complejo de culpa para integrarnos en la civilización (véase Freud, 1999 [1966]).

Minotauro acariciando a una mujer dormida. Picasso (1933).

Si esto no fuera así, nos comportaríamos de una manera primitiva y estaríamos al mismo nivel que los animales sin domesticar. Correcto, pero el otro opuesto, como indican los psicólogos actuales, tampoco es nada saludable: ser personas que lo racionalizan todo, que apenas toman decisiones porque siempre están sopesando los pros y los contras, o que tienen problemas para alcanzar una vida sexual satisfactoria. 

La psicoanalista Helena Trujillo comentó, apoyándose en la autoridad de Freud, en una de sus conferencias, que de nada sirve sublimar (canalizar psicológicamente) nuestra libido porque:

1) No se obtienen resultados intelectuales de mejor calidad; 

2) al intentar desviar la corriente de ese «río», lo único que se consigue es malestar mental o neurosis.

Por lo tanto, debemos mostrarnos inteligentes y a la vez transmitir emociones. Las personas carismáticas, de hecho, tienen muy en cuenta esto; sino ¿cómo nos contagiarían sus emociones? No serían lo mismo Barack Obama o Carlos Gardel sin su alegría y sonrisa natural; o Margaret Thatcher sin carácter y aplomo, no hubiese podido abrirse camino en ese mundo de hombres que es la política; o Beyoncé sin su sensualidad y pasión femenina, no tendría tantos admiradores y admiradoras. La gente se quiere parecer a quienes conmueven.

Los retóricos llaman a eso hacer uso del pathos, apelar a las emociones, para persuadir. La manera más directa para convencer o incluso para ligar. De ahí el éxito de las personas que saben transmitir rasgos alfa (liderazgo, confianza, riesgo y carácter en los hombres; dulzura, sensualidad y belleza en las mujeres [aunque sobre gustos no hay nada escrito]). El seductor debe mantener un equilibrio entre lo racional (para crear interés y empatía con la otra persona) y lo instintivo (para crear atracción).

Pero al igual que en el mito del carro alado de Platón donde el auriga (razón) controla tanto el caballo noble (moral) y el caballo de las pasiones irracionales (pulsiones), el ser humano debe gestionar dichas tendencias instintivas mediante la inteligencia emocional (no existe una razón fría que esté al 100 % al margen de las emociones, estas son necesarias para acertar a la hora de tomar decisiones). Identificar y canalizar tanto las emociones propias y ajenas es todo un arte que se puede aprender.

En definitiva, todos podemos sacar ese genio (en el buen sentido del término) que llevamos dentro si frotamos la lámpara del autoconocimiento y no nos concedemos todos nuestros deseos. 

El Minotauro que llevamos dentro causa un impacto emocional en los demás y de esta forma se logra dejar una huella como persona carismática. ¡Iluminemos y calentemos con el fuego de nuestro ser! ¡No nos conformemos con ser ascuas!


Referencias bibliográficas:

Freud, Sigmund (1999) [1966]. El malestar en la cultura y otros ensayos. Trad. Ramón Rey Ardid y Luis López-Ballesteros y de Torres. Madrid: Alianza Editorial.

(Imagen). 


  


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